A principios de marzo de este año, cuando se conoció el primer caso de coronavirus en el país, pocos se imaginaban que el asado en familia o entre amigos que habían compartido aquella semana iba a ser el último, al menos por mucho tiempo.
El gobierno de Alberto Fernández venía a poner de pie a la Argentina, a reactivar el consumo y a terminar con lo que habían denominado “emergencia alimentaria”.
Con ese motivo, entre otros, anunciaron la creación de la “Mesa Contra el Hambre”, la misma que esta semana tuvo una baja inesperada cuando Chiche Duhalde la tildó de “fiasco” y dio el portazo”. En otro momento hubiera sido impensable que algo así sucediera, pero hoy es una pequeña muestra de que el Gobierno no sólo enfrenta una crisis sanitaria y económica de proporciones todavía indefinidas, sino que además vive una crisis política y de credibilidad.
Dicen los que saben que cuando las crisis políticas dejan de medirse en meses o días, y pasan a medirse en horas, es porque un gobierno está seriamente en problemas. Una crisis es manejable cuando existe la expectativa de que las cosas puedan mejorar de un mes a otro. Cuando un gobierno debe esperar 24 horas entre problema y problema para recuperar algo de oxígeno y lograr que baje la tensión, ya estamos frente a una crisis compleja. Pero cuando la medida de una crisis es el segundero de un cronómetro, cuando es imposible saber qué va a pasar de una hora a otra, ahí sí se está ante una crisis terminal.
La semana pasada, que para esta Argentina es como si fuese hace dos años, el gobierno de Alberto Fernández estuvo muy cerca de entrar en una crisis terminal a partir del conflicto con la policía bonaerense.
Las crisis terminales son, fundamentalmente, de legitimidad o, en otras palabras, de autoridad. Un ejemplo de esto fue el hecho de que las fuerzas policiales pudiesen cercar la Quinta de Olivos sin ningún tipo de impedimento y, peor aún, que se negaran a reunirse con el mismísimo presidente. Si no era con él, ¿con quién otro funcionario nacional querrían hablar?
Durante algunas horas que se hicieron eternas, en la Argentina se habló de golpe de Estado, quizás porque aún se oía el eco de las palabras que, supuestamente en un intervalo no lúcido, había expresado el ex presidente Duhalde.
Sin embargo, casi nadie en el Gobierno entendió que se trataba de una protesta salarial, desmedida sin dudas, pero que no tenía que ver con ninguna ideología más que la de la realidad misma: la de un salario básico de 35.000 pesos en un contexto de asfixia económica.
El Gobierno salió de ese mal momento de la peor manera: apelando al relato y sin poner el foco en el desgaste que sus políticas han generado en la sociedad.
Lo hemos dicho en esta columna muchas veces: la madre de esta crisis política es la desconexión de los funcionarios, que a consecuencia del encierro palaciego en el que viven no alcanzan a ver los problemas reales del ciudadano y de la clase media trabajadora. Y que además, como si hiciera falta agitar la jaula del león con un palo, avanzan en la agenda unipersonal de la vicepresidenta como única prioridad.
Parecen haber olvidado que muchos de los ciudadanos eligieron un cambio de rumbo el año pasado, con la ilusión de conseguir algo de alivio económico tras la saturación por el esfuerzo que les pedía Macri. La idea del asado en la campaña no fue inocente: fue la forma que encontró el kirchnerismo de poner en una imagen, en un símbolo, un futuro radiante y promisorio.
Pero llegaron los meses de encierro. Quedó lejos el optimismo, o en última instancia el “ya veremos qué pasa”, y el país ingresó en una espiral autodestructiva que hoy se traduce en el goteo agónico de empresas extranjeras que alguna vez apostaron a la Argentina y que ahora están en retirada; en innumerables pymes que bajaron las persianas, en cientos de miles de despidos de trabajadores formales e informales, y en una escasez de dólares que ya se volvió a traducir en una nueva devaluación, otra más que nos vuelve a todos más pobres y que esta vez puede ser letal para el futuro del país.
Sin embargo, el Gobierno parece insistir con el relato como recurso único y solución mágica a la catástrofe, quizás porque eso era lo único que sabía hacer cuando entraban los dólares entre 2003 y 2015, y es lo único que sabe hacer ahora, que no entra nada de nada.
En este contexto, parece insólita una militancia kirchnerista que se obsesiona con dar una batalla discursiva en las redes sociales, cuyo resultado es un debate distorsionado y alejado de lo que le pasa al ciudadano de a pie. Tanto es así que pasan su tiempo contando cuanta gente asiste a las protestas, sin entender que la verdadera crisis de representación es silenciosa y que el hastío crece en las casas, ante la incertidumbre y la falta de futuro.
Lo cierto es que Argentina se encuentra en un momento de extrema fragilidad, porque se ubica cada día más cerca de ser uno de los países del mundo que peor manejó -y todavía maneja- la pandemia, pero también porque la comida en la mesa de los argentinos empieza a escasear. En pocas palabras, ni la salud ni la economía.
Los peronistas repiten como un mantra algo que ya se ha convertido en un dicho popular: “la única verdad es la realidad”. Por eso, el relato se hace pedazos ante la realidad nacional, y si el gobierno no reacciona a tiempo y deja de hacer -parafraseando nuevamente a Chiche Duhalde- reuniones “para la gilada”, las horas se transformarán en minutos, y los minutos en segundos.