UN PAÍS SIN MÉRITO

“Gobernar es poblar”. La frase de Juan Bautista Alberdi en el siglo XIX fue la fórmula perfecta para ilustrar la necesidad de construir un país de fronteras abiertas, en un inmenso y desierto territorio que necesitaba brazos que empujen hacia adelante, hombres y mujeres que ayudaran a parir ese gran país que fuimos alguna vez.

Así fue como llegaron los abuelos de nuestros abuelos a la Argentina. Dejaron atrás un mundo malo y conocido por otro bueno por conocer en agotadoras e inciertas travesías trasatlánticas, nada más que con sus familias, lo puesto y mucha incertidumbre.

¿Qué habría pasado si al bajar de ese barco se hubiesen encontrado con un presidente que en su discurso se declara enemigo del mérito? Habrían pegado la vuelta sin pensárselo dos veces, justamente como está comenzando a pasar hoy.

Los inmigrantes construyeron una Argentina basada en el mérito, en el ideal de que se puede crecer con esfuerzo y trabajo, que es posible darle a los hijos una mejor educación. La clase media argentina, motivo de orgullo en el siglo pasado, se formó y desarrolló en esa cultura: que cada generación debe pasarle la antorcha a la próxima para que pueda empezar a forjar su propia historia, pero en un mejor país.

La batalla del gobierno de Alberto Fernández contra el mérito no es casual ni aleatoria: es el reflejo de un modelo que aspira a demoler la movilidad social ascendente, bloquear cualquier intento de superarse gracias al esfuerzo, y nivelar para abajo. El marco donde se desarrolla ese modelo es el populismo, ese experimento que devora el progreso de las sociedades hasta que ya prácticamente no queda nada más que masticar. Como pasó en Venezuela, donde no quedó ni nafta, y como está empezando a ocurrir ahora.

Atacar la idea del mérito es atacar el merecimiento. En un país donde nadie merece lo que tiene, nadie posee realmente nada y todo puede ser arrebatado. Propone, en sentido estricto, vivir en tierra de nadie. Por eso este nuevo y peligroso giro discursivo está dirigido a una de las columnas que sustentan el sistema político en el que vivimos: la propiedad privada. 

El presidente en estos días se ha mostrado muy repetitivo con una frase que intenta ser ingeniosa: que el más tonto de los ricos no puede tener más oportunidades que el más inteligente de los pobres. El problema principal de esta visión es que no habla, justamente, de los que estamos en el medio, de los que no son ni inteligentes ni tontos, ni ricos ni pobres: la clase media. De lo que sí habla es de las necesidades políticas del presidente: sólo puede ganar si de un lado está lleno de pobres, y del otro lleno de ricos. Ese es su río revuelto.

Mientras tanto, los argentinos que pueden, ya sean ricos o no, hombres o mujeres, comienzan a abandonar el país. Es hora de que el presidente se dé cuenta de que ha comenzado, con sus políticas, a pisar las oportunidades de todos.

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