EL PEOR EQUIPO DE LOS ÚLTIMOS 50 AÑOS

Hace unos días el Gobierno filtró un rumor sobre posibles cambios en el Gabinete. 

Esta posibilidad llega cuando los primeros coletazos de la crisis empiezan a proyectar su sombra sobre el PBI -la mayor caída en la historia del país-, el índice de desempleo no para de subir y los datos de pobreza que acaban de ver la luz parecen condenar a la próxima generación de argentinos a ajustarse el cinturón como nunca ha sucedido en los 200 años que llevamos de existencia como nación. 

La emergencia sanitaria pasó a un segundo plano en la preocupación de los argentinos. Hoy el enemigo ya no es invisible: nos mira a los ojos, de frente.

En el partido gobernante y sus seguidores abunda la decepción. De aquel diciembre idílico en 2019, donde todavía resonaban los facilismos como “levantar la perilla” o “poner la Argentina de pie”, a este 2020 sumido en la crisis, la discordia y la penumbra, no pasó ni un año. Ahora al presidente no le alcanza con impulsar la agenda política de la vicepresidente para transitar en paz el resto de su camino en el desierto: necesita algún truco para evitar chocar la calesita, por no hablar de un milagro.

El PJ tiene una forma de asumir el poder que es la envidia de todos los partidos políticos: por un lado puede gritar “¡tierra arrasada!” y sacar todas las leyes de emergencia que necesita; por el otro, puede celebrar la toma del poder como si fuese un carnaval.

Pero esta vez algo impensado pasó, algo que no había sucedido jamás y que tiene poco que ver con la pandemia: asumió un gobierno peronista que, por primera vez en la historia, no tiene de dónde sacar plata para pagar ese carnaval, un tipo de justicia poética que ni Cristina Kirchner puede manejar y que dejó en evidencia la decadencia de la dedocracia del PJ en los cargos estatales.

El gobierno nacional repartió las carteras gubernamentales como lo hace siempre el PJ: como los despojos de guerra que le corresponden por derecho propio al vencedor, el producto de una rendición incondicional. Repartió este botín entre sus aliados electorales, formando un tablero de ajedrez repleto de peones sin otro mérito que la obediencia ciega (y hasta ahí, como se empieza a ver ahora).

La primera alarma se disparó cuando Alberto Fernández anunció públicamente que Malena Galmarini iba a hacerse cargo de AYSA, del agua que toman todos los porteños y bonaerenses, sin otro diploma que una apurada y supuesta lucha en el campo de la igualdad de género. Ahora el ague tiene gusto a todo, menos a ague. Para ocuparse de la seguridad de todos los argentinos -tema candente si los hay- nombró a una antropóloga, Sabrina Frederic (el problema no es que sea antropóloga: el problema es que es una antropóloga a la que no le interesa la seguridad); a Matías Lammens, un dirigente de fútbol con 6 meses de carrera política, lo nombró a cargo de Deporte y Turismo (ahora te quiero ver); al ex diputado e hijo de desaparecidos, Juan Cabandié, en Ambiente, cuyo único antecedente en la materia fue el disparate de los peces en el Riachuelo; y quizás el peor caso de todos, el monolingüe Felipe Solá, a cargo de las Relaciones Exteriores del país.

Mientras los sindicatos, empresarios, una parte del periodismo y las organizaciones sociales se acurrucaban al calor del nuevo poder, ninguno pudo prever que esta vez ese calor podía terminar incendiando la casa. Ahora el modelo se agotó y lo único que da calor son las cenizas. 

La dedocracia, la encargada de apagar ese incendio, paradójicamente hizo agua por todos lados, menos para el lado del fuego. El Gobierno eligió pagar el seguro más barato y le dio un rayo de lleno encima del auto. Pasa una vez en la vida, pero pasa. Las pandemias son el cero verde en la ruleta en la que juegan las civilizaciones y sus épocas: si toca hay que volver a empezar, pero eso no significa que deban perder todos. De nuestro caso, que nos toca manejar la pandemia con Ginéses, Gollanes y Kreplaks, la Historia dirá que un poco nos la buscamos.

La dedocracia llegó a cotas insólitas en estos días cuando un diputado nacional, con un currículum de barrabrava y acosador, convirtió la sesión virtual del Congreso de la Nación (virtual, pero sesión al fin) en un burdel. Quizás la Argentina necesite llegar a esos extremos para comprender la naturaleza del barro en el que está metida. 

Una vieja broma entre políticos, que sirve como alegoría perfecta para el fracaso de los gobiernos, cuenta que cada presidente, luego de perder las elecciones, le deja 3 cartas al presidente entrante, que debe abrir sólo en momentos de crisis.

La primera carta dice: “Echame la culpa de todo a mí”.

La segunda dice: “Si eso no funciona, cambiá el Gabinete”.

Y la última carta dice: “Si eso tampoco funciona, escribí tres cartas”.

Hoy, en medio de una crisis sanitaria, económica, educativa, institucional y moral manejada por el peor equipo de los últimos 50 años, resta saber si el presidente abrió la segunda carta, o ya está pensando qué hacer con la tercera.

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