UN PAÍS EN BUSCA DE UNA NUEVA NORMALIDAD


“No hay ninguna posibilidad de que exista coronavirus en el país” decía Ginés González García allá por febrero, brindándonos una “remake” aggiornada de aquella célebre frase de Menéndez: “que traigan al principito”
En la historia, se pueden encontrar pocos ejemplos de semejante temeridad por parte de una autoridad pública, como prueban los 20 mil muertos por COVID que hoy lamentamos. 

Pasaron cosas-diría la jerga macrista-desde principios de la cuarentena con esa portada del Súper Alberto enfrentando la tormenta, hasta el Alberto de hoy. Un Alberto, que cambió sus ínfulas de unificador de la patria por la imagen de alguien que carece de moderación y que ostenta un vacío de poder inédito para un presidente peronista. 

En tan solo 200 días, la Argentina se hundió en la nueva anormalidad kirchnerista.

Fue así como las tomas ilegales de tierras mutaron de ser un delito, para transformarse en un derecho adquirido. La vida cotidiana se disfrazó de western, cuando ciudadanos comunes y corrientes se convirtieron en asesinos involuntarios defendiendo a punta de escopeta su pan de cada día, y un policía perdió la vida, más por temor a una represalia del Estado que a la mismísima muerte, agonizando entre insultos del progresismo palermitano.

En esta nueva anormalidad, el gobierno ya no se preocupa más por la vuelta a clases sino que promueve la pulverización del calendario escolar, al ritmo de los aplausos de sindicatos docentes que militan la cuarentena eterna.

El mismo gobierno, que aconseja ahorrar en yuanes, mientras el Banco Central se queda sin reservas, los depósitos se retiran como si no hubiera un mañana y el valor del dólar deja a nuestro salario mínimo entre los más pobres de América.


Y ahí vamos nosotros, los ciudadanos de a pie, pidiendo permiso para despedir a nuestros muertos, y abrazando clandestinamente a nuestros seres queridos por miedo a ser tildados de “anticuarentena”.

Solo nos queda la sombra de lo que alguna vez fue un Congreso de la Nación, que sigue sesionando de forma remota. Y mientras un cajero de supermercado se toma tres colectivos para llegar al trabajo, un grupo de senadores, comandados por cristina Kirchner, deciden desplazar a tres jueces y se dan el lujo de hacerlo en pijama desde sus casas.

En esta anormalidad argentina, una diputada militante, Vanesa Siley, promueve un juicio político, nada más y nada menos que al presidente de la Corte Suprema de justicia, a pesar de que la lógica más elemental indica, en todo caso, que quién debería estar rindiendo cuentas ante la sociedad es su jefa, Cristina Kirchner. Algo improbable en esta Argentina del revés, en la que el liderazgo no es del presidente, sino de su vicepresidenta. 

Aún así, en el medio de este aquelarre, nos ilusionamos con una humilde idea que surgió desde las redes sociales, impulsada, entre otros, por el periodista Carlos Ares y que se tradujo finalmente en un proyecto legislativo de Omar de Marchi.
En ese proyecto, los que sueñan con una pizca de sentido común, anidan la fantasía de cambiarle el nombre al Centro Cultural Kirchner, para que pase a llevar el del recientemente fallecido, Joaquín Salvador Lavado “Quino”. Porque un país con sentido común, no bautiza a su centro cultural más imponente con el nombre de un ex presidente recientemente finado y sin vínculo alguno con la cultura nacional. 

Aunque de chances imposibles, qué pequeño gran logro sería esto, para una Argentina que necesita con desesperación de un mínimo de cordura para dejar de vivir aunque sea por unos instantes, en esta nueva anormalidad kirchnerista. 

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