La semana pasada, luego de meses de banderazos opositores, el gobierno nacional tuvo su ansiado descargo con motivo del día de la lealtad peronista.
La liturgia se abrió paso en las calles desde primera hora, con camiones y colectivos vacíos que se apilaron en la 9 de Julio como una caravana fantasmal; una postal que buscaba armonizar con el discurso oficial de la cuarentena.
Por otro lado, un convite virtual propuesto por el kirchnerismo más sentimental, se diluía entre quejas de militantes que acusaban al “gorilaje” de un hackeo; y de impedirle al “verdadero pueblo” poner los pies en la palangana desde la comodidad de sus smartphones. Una aplicación que resultó otro fracaso del kirchnerismo cool del siglo XXI.
Del otro lado de la interna justicialista, en una CGT sin Cristina y sin lenguaje inclusivo, Moyano denostaba a las mujeres de las marchas opositoras tildándolas de “señoras bien alimentadas”. Y Alberto Fernández ajustaba la realidad “a piacere”, una vez más, cuando la lluvia torrencial se transformaba en agua bendecida por Néstor Kirchner.
Dios y el Papa eran peronistas, aunque esta vez nadie iba a multiplicar los panes ni los peces.
Pero en este día de la lealtad, no sorprendía la falta de deconstrucción del sindicalismo argentino, ni el reiterado silencio de los colectivos feministas, ni la exigua concurrencia de manifestantes, ni la confusión entre política y religión, ni siquiera las inconsistencias de la alianza gobernante; sino que lo hacía la indiferencia de “los gordos” y de todo el andamiaje peronista, hacia el otro fenómeno de los últimos meses: el de los desocupados.
4 millones de nuevos desocupados en la argentina, entre los que se encontraban 600 mil empleados y empleadas domésticas, 400 mil de la construcción, y más de 300 mil de hoteles y restaurantes, miraban por tv la fanfarria de los funcionarios y los dirigentes gremiales más opulentos, celebrando la malaria. Una malaria que había tenido su pequeño botón de muestra semanas atrás, cuando 1500 personas se postulaban para trabajar en un bar en Avellaneda que tímidamente abría una búsqueda de 15 empleados.
Aquel sábado, todos agitaban las banderas sabiendo que la bocanada de aire del 17 duraría lo que un suspiro; porque el lunes el dólar volvería a cotizar al alza y a dejar al salario mínimo vital y móvil por debajo del de países como Haití. Como también sabían- y aún saben que- más allá los de aumentos que anuncien, resulta imposible apagar la licuadora de ingresos con un peso que todos los días sigue corriendo atrás del dólar y de la inflación.
Pero mientras la calle parece ser el lugar donde se discute la política y la grieta cobra vida como en ningún otro lado. Ese fenómeno invisible-el de los desocupados-crece día a día, silencioso, triste, ignorado, pero más fuerte que cualquier banderazo. Y no existe plaza, avenida, monumento o aplicación que pueda contenerlo.