Un año atrás, reciclado en la imagen de un profesor de voz cansina y traje desalineado, Alberto Fernández, asumía la presidencia
Por entonces, se hablaba del furor popular por los Border Collie, la raza de su perro Dylan. Los artistas se peleaban por entonar acordes en su departamento de Puerto Madero. Y los jóvenes, le pedían ayuda por twitter para rendir sus exámenes.
La exaltación de los símbolos peronistas y la idealización del regreso de “la política” estaba a la orden del día en los medios: finalmente, gobernaría alguien que sabía cómo manipular los hilos del poder.
Recién asumido, el profesor de derecho inflaba el pecho hablando de unidad. Autosuficiente, manejaba su Toyota Corolla con una mano al volante, como una metáfora de su capacidad para mantener con firmeza el rumbo de la Nación; y así, corregir el camino de esa Argentina hecha de hambre y de todo tipo de emergencias, que el relato kirchnerista había pavimentado para él.
A los pocos meses, la irrupción del COVID, convertía a Alberto en SuperAlberto. Con sus puños llenos de filminas y su comité de reconocidos infectólogos, el presidente se perdía en sus ejercicios de imaginación contra fácticos: “la pandemia con Macri, hubiera sido una catástrofe”, se repetía a sí mismo.
Envalentonado por la cucarda de salvavidas y la concentración de poder, el profesor invitaba a quiénes lo contradecían a estudiar la Constitución Nacional; tildaba de imbéciles a los ciudadanos que incumplían sus órdenes e impulsaba la impunidad de quienes debían estar presos. En su omnipotencia, ya no necesitaba planes.
El semblante de profesor buenachón que había ideado, se iba desdibujando. El verdadero Fernández: un burócrata gris, capaz de decir y desdecirse al instante, salía a relucir. Alguien, que había sido puesto a dedo para seducir a distraídos y complacer a cómplices.
Mientras la sociedad lo empezaba a mirar con desconfianza y las calles se llenaban de reclamos, el profesor se contaba su propia historia, una y otra vez, para escapar de la realidad: la culpa siempre era del otro y el odio era patrimonio de los que pensaban distinto.
Pero esa realidad, era imposible de ocultar y la crisis sanitaria, económica y social, esta vez, ya no estaba hecha de relato. Los propios lo abandonaban, su credibilidad se agotaba y la fantasía se deshacía.
Al profesor moderado, experto y confiado de aquel idílico diciembre de 2019, le llegaba el peor final: a los ojos de su pueblo, se había convertido en la imagen de un hombre solitario, en el desierto, con un megáfono en mano y gritándole al vacío.