NADIE ES LA CULTURA

Por Nicolás Roibás

Recientemente, el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, fustigó por las redes sociales al Ministro de Cultura de la Nación, Tristán Bauer, por haber realizado un viaje oficial a su provincia sin preaviso. Esta visita contenía, además de las actividades oficiales, un gesto de alto voltaje político: una entrevista personal entre el miembro del gabinete y Milagro Sala.

El gobernador radical le pidió públicamente a Bauer que fuera al psicólogo para superar la grieta y que deje de actuar como “un ministro de una facción”.

Es de público conocimiento que Cultura fue una de las carteras que quedó en manos del sector “duro” que responde a Cristina Kirchner cuando se hizo el loteo de cargos dentro del Frente de Todos. Esto explica por qué, en el aniversario de la muerte de Néstor Kirchner el año pasado, desde el Ministerio de Cultura de la Nación se organizaron visitas guiadas al CCK para conocer la estatua del exmandatario, a pesar de que veníamos de una parálisis total de los eventos culturales presenciales.

Para esa ocasión, se inauguraron también 26 murales en distintos puntos del país con retratos de Kirchner en un ciclo denominado “héroe colectivo”, y se realizó una ceremonia de ofrendas florales en Tecnópolis. Además, se armó una trivia sobre la vida del expresidente y, en las redes oficiales, se publicaron charlas denominadas “Vino a proponernos un sueño”, con testimonios de personas que conocieron de cerca al dirigente.

Estos eventos son ejemplos de lo que no debe hacerse desde el Estado: propaganda política con el dinero público. Muestras similares fueron el reestreno del documental sobre Milagro Sala en la plataforma CINE.AR del INCAA con motivo de la campaña a favor de la liberación de la líder de la Túpac Amaru o los foros organizados por el Fondo Nacional de las Artes con ejes como: “El coronavirus, la globalización neoliberal y sus efectos en la Argentina”, con disertantes todos afines al gobierno.

Nada de esto es un invento exclusivo del gobierno. La gestión que lleva adelante Tristán Bauer se nutre del modelo que hace años caracteriza a la actividad cultural en los principales socios regionales de Cristina Kirchner. La grieta, en nuestros países, se vuelve inevitable cuando se discuten libertades. 

Hace tan solo unos días, frente a las puertas del Ministerio de Cultura de Cuba en la ciudad de La Habana, un grupo de artistas, activistas y periodistas que protestaban pacíficamente leyendo poesías en homenaje a José Martí fueron golpeados y encarcelados por el régimen.

Además, trascendió un video del Ministro de Cultura de ese país, Alpidio Alonso, agrediendo a un periodista que filmaba con su celular lo que estaba ocurriendo. Estos acontecimientos motivaron una carta firmada por algunos ministros y exministros de cultura de toda la región para repudiar el hecho.

Bauer conoce muy bien Cuba. Sin ir más lejos, estuvo allí en 2018 para presentar su película, “El camino de Santiago. Desaparición y muerte de Santiago Maldonado”, en el festival Internacional de Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Ya designado ministro, participó en la Argentina de un encuentro de intelectuales junto al Presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, al que agradeció su hospitalidad con Florencia y Cristina Kirchner.

En la isla, la situación es cada vez más grave. En lo que atañe a la cultura, el gobierno está intentando frenar a los artistas que vienen expresando su descontento de distintas maneras.

Mediante un decreto, bloquearon las propuestas culturales que se realizaban en domicilios privados para evitar la censura estatal. Además, el decreto estableció el registro de artistas como condición para poder trabajar, y otorgó a la figura del inspector la potestad de suspender cualquier iniciativa cultural considerada contraria a la revolución. En resumen, una herramienta más de hostigamiento y persecución a los artistas opositores al régimen.

En otro de los países aliados de la vicepresidenta, Venezuela, la historia es similar: el Estado solo apoya a quienes son cercanos al régimen. Allí, además, los cierres de diarios, canales de TV y radios a partir de la ley mordaza y la posterior ley contra el odio hicieron estragos en términos de libertad de expresión y, por ende, en la cultura. Se censuraron las voces de artistas opositores al gobierno y muchos de ellos tuvieron que emigrar para ganarse la vida en países limítrofes. La depreciación de los salarios hizo casi imposible el consumo cultural interno. Los libros, por ejemplo, pasaron a ser bienes de lujo. Los museos fueron copados por la narrativa oficial y utilizados para que el presidente otorgue condecoraciones a miembros del cuerpo militar.

Con matices, en estos países se repite una misma idea: el gobierno actúa como si la cultura fuera un bien que le pertenece, y no concibe la idea de un “otro” ajeno a él. Afortunadamente, aún estamos a tiempo de torcer ese destino si no somos indiferentes. Aunque el gobierno haya retirado la frase de Borges de la fachada del Centro Cultural Kirchner, todavía podemos creer en ella: “nadie es la patria, pero todos lo somos”.

Para esto es imprescindible que la oposición deje de lado la ilusión de que, al hablar de políticas culturales, debemos centrarnos únicamente en la gestión y no salir a condenar de forma rotunda estos abusos. 

Si nos hacemos los distraídos cada vez que se comenten abusos de poder, por más intrascendentes que parezcan, el avance del autoritarismo irá empujando límites. Es prioritario hablar y hacerlo con convicción, para señalar, por ejemplo, la utilización partidaria de los recursos del Estado y el culto a la personalidad: allí reside una obligación moral.

Martin Luther King pronunció una frase que quedó grabada en la historia de las luchas por los derechos civiles: “Al final no recordaremos las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos”.

El silencio es algo que, quienes optaron por una opción republicana para su país, no van a olvidar a la hora de elegir a sus representantes.

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