Por Nicolás Roibás
El 2001 fue un año bisagra para Argentina en muchos sentidos. El país venía de una historia de fracasos institucionales, con una democracia endeble, con violencia política e institucional. Pero aquella crisis tocó una fibra en los argentinos difícil de explicar: un golpe a la moral nacional que sufrimos hasta el día de hoy. De alguna manera, sentimos que tocamos fondo y que se perdió la confianza.
De esa crisis -que devino en un golpe institucional al gobierno de Fernando de la Rúa- y los meses traumáticos que le siguieron, nació también una nueva configuración política y que es la actual: por un lado el kirchnerismo y por el otro el PRO. Ambos son hijos de aquel estallido.
La caída de de la Rúa , más allá de la ineptitud del propio ex presidente, tuvo su explicación en algo similar a lo que pasa hoy: la interna del PJ. Las peleas de Duhalde con Menem por el control del peronismo fueron un factor crucial. También lo fueron las conspiraciones dentro del radicalismo, cualquier coincidencia con la realidad actual, no es solo una coincidencia.
La historia es conocida: le siguió una catástrofe con más del 50% de pobres en un año durante el gobierno de Duhalde. La desconfianza para siempre en el sistema bancario nacional. Pero sobre todo, la construcción de un relato de eliminación del adversario en manos del peronismo y los operadores de la decadencia argentina. Eligieron decir que el peronismo es el único que puede gobernar el país, omitiendo que también era la causa de la mayoría de sus males. Sin ir más lejos, los efectos más traumáticos de la crisis sucedieron durante el gobierno de Eduardo Duhalde, hecho muchas veces selectivamente olvidado.
Los radicales, aún hasta hoy, no supieron dar la pelea en contra de esa narrativa. Eligieron esconder la cola entre las patas y no opinar. La estrategia era estar lejos de esos acontecimientos, allanarse y regodearse en la autocrítica. Esto era un error, ya que para volver al poder debían dar especialmente esa discusión. Algunos dirigentes de la UCR, hasta el día de hoy, hablan de volver a tener un presidente radical como un anhelo casi imposible. Decía Diego Papic en twitter el otro día: “El complejo de inferioridad que tenés que tener como partido para andar todo el tiempo remarcando “se viene un radicalismo fuerte”. Nadie dice “se viene un PRO fuerte” o “se viene un PJ fuerte”. Vayan a terapia”
El hecho de que Macri haya terminado su gobierno golpeó de lleno esa narrativa. Y aún más, que haya dejado una coalición viva y que puede disputarle el poder al PJ, incluso ganarles las elecciones a este partido unificado como sucedió hace unos meses, manifiesta una nueva bisagra nacional. También lo hace la actual conformación del Senado en el que el peronismo ha perdido la mayoría, algo impensado hasta hace poco tiempo.
Las bisagras en las historia dan lugar a un fin de ciclo y al nacimiento de uno nuevo. Por eso son “bisagras”. Así sucedió en 2001.
El actual gobierno de Alberto Fernández parece ser uno bisagra. Un pequeño síntoma de eso es el resurgimiento del liberalismo entre los jóvenes, luego de casi 20 años de estatismo. Estamos viviendo un fin de ciclo del kirchnerismo como lo entendíamos hasta hoy, pero eso no significa que sea el fin del kirchnerismo. El PRO también está mutando, ya desde su incorporación a JxC esto se fue dando forma paulatina y la experiencia de gobierno lo cambió. Aquel PRO “Zen” y que hacía de la gestión su única bandera ideológica, está agotado. La discusión es más política que nunca y de liderazgos. La discusión es sobre formas de ver la vida y por eso los dirigentes que se han animado a darla se están imponiendo sobre los otros que se quedan aferrados al PRO de principios de siglo. Tiene que ver con el cambio de época. Las ideas importan y algunos dentro del PRO se han dado cuenta de eso. No es casual que Mauricio Macri repita por estos días: “no hay que enamorarse de la personas, hay que enamorarse de las ideas”.
La pregunta es cuáles serán las ideas que protagonicen la próxima etapa de la Argentina.